martes, 18 de agosto de 2009

Entrevista a Pato

Pato
Por esas cosas que siempre pasan, un día que habíamos acordado reunirnos nos desencontramos. Alguien se olvidó. Alguien estaba ocupado en otra cosa. Alguien quedó esperando. Hubo un cruce de llamados telefónicos en el que se decidió improvisar un encuentro. Era 29 de diciembre. Juancho llegó a mi casa acompañado de «Pato». Patricio Rogelio Santos Fontanet es extremadamente blanco y sin embargo no es pálido. Tiene el pelo oscuro y una barba que pretende esconder los rasgos suaves que le dan un aspecto joven, demasiado joven. Lo único que desmiente su timidez es la mirada frontal y aguda que sostiene con firmeza sobre los ojos de quien es destinatario de sus palabras. Por cierto, a pesar de haberse ruborizado en varias ocasiones, cada vez que me habló, lo hizo mirándome a los ojos. Y apenas minutos después del primer intercambio verbal descubrí que la agudeza de su mirada reflejaba la agudeza de su pensamiento. Mientras Juancho y yo definíamos algunas cosas pendientes, Pato se dedicó a recorrer las habitaciones abriendo con absoluta discreción cada una de las ventanas. Después se sentó cerca de nosotros y prestó atención a lo que hablábamos hasta que una frase relacionada con el dolor disparó su primer monólogo:
––Se espera que yo no me ría. Yo estuve ahí. Salí y volví a entrar tantas veces como pude. Cuando llegué al hospital parecía un deshollinador. Estaba todo negro, tiznado, sin remera, irreconocible. Yo estuve ahí. Perdí a la negra y a Lili y todavía las extraño. Hay días en que me levanto y lloro. De la mañana a la noche. No es que llore a los gritos, no, se me caen las lágrimas. Entonces me encierro y lloro todo lo que me sale. Pero también me río cuando me acuerdo de las cosas buenas o me enojo cuando veo las injusticias. Son dos risas diferentes pero ¿quién puede entender cuándo es una y cuándo es otra? Cuándo es esa cosa linda que recordás y cuándo es ironía, sarcasmo… Cuándo tiene que ver con la alegría y cuándo con darme cuenta de que estoy embargado hasta las pelotas, a meses del juicio. Yo quisiera ir a las marchas. Además de perder a mi novia, perdí a cuarenta amigos, los chicos perdieron a sus familiares y no podemos ir ahí, nos separaron de la gente.
Pato mira el árbol de Navidad. Le cuento que acabo de armarlo después de muchos años porque hay nuevos integrantes de la familia que cambiaron mi perspectiva sobre las fiestas.
––Nosotros hace tres años que no armamos el arbolito. Y todo es así: no se puede festejar, no hay mucho para celebrar. Nos faltan los abrazos de tanta gente querida. Y cuando quiero reírme, porque tengo que reírme porque la vida sigue, siempre hay una cámara o una persona que me mira y que parece decirme que no tengo derecho, que me
juzga y me censura.
Le pregunto si a raíz de haber entrado tantas veces a rescatar gente le quedaron secuelas del incendio.
––Nunca me hice los estudios, así que no tengo secuelas.
––¿Y para cantar?
––Tampoco. En realidad, lo que no puedo es aumentar de peso. Antes, con cuatro o cinco kilos más, cantaba sin problemas. A lo sumo tenía que nebulizarme antes de empezar y al terminar el concierto. Ahora me tengo que cuidar de no engordar porque ahí siento la falta de aire. Soy alérgico desde chico. Alérgico a los inhalantes.
Me sorprende la información. Padecer ese tipo de alergia implica tener complicaciones respiratorias frecuentes y de diversa gravedad. Significa no tolerar el humo y mucho menos el humo espeso que generan los plásticos en combustión. Cualquier persona con las características de Pato habría salido de Cromañón para no volver a entrar por el solo hecho de conocer sus limitaciones. Sin embargo, él entró una y otra vez a rescatar gente desestimando los efectos que la exposición a los gases tóxicos pudiese tener sobre su sistema respiratorio. Pato no reparó en los riesgos. Pato no se ahogó simplemente porque no toleraba ver morir así a su gente. Y como él no lo decía, Juancho acotó:
––Estábamos en el escenario cuando nos dimos cuenta que el techo se estaba incendiando. Hasta unos segundos atrás, el fuego nos había quedado tapado por una columna pero cuando empezó a extenderse pudimos verlo. Yo salí por la puerta de atrás, la que estaba cerca de los camarines. Mientras bajaba del escenario vi cómo Pato, en vez de venir conmigo, saltaba hacia el lugar del incendio, se metía entre la gente, más allá de las vallas, y empezaba a rescatar a los que estaban en mayor peligro.
Nos quedamos en silencio. Es difícil recordar. Hablar de los recuerdos implica revivir escenas de horror, gritos. Implica reencontrarse con la impotencia y la desesperación. Sin embargo, algo parece haberse desencadenado en Pato y sigue:
––Entré hasta que me echaron. No sé cuántas veces, hasta que alguien me dijo que estaba todo vacío. Primero ayudé a salir a la gente que estaba cerca de las vallas de la salida. Hay una foto en la que se ve una valla sobre una escalera. Yo la tiré ahí para abrirle paso a la gente. En la escalera que iba al VIP… ¿Qué VIP si la primera vez que fui a Cromañón ahí había un baño que después fue tapado? Yo buscaba a la Negra. Ella estaba arriba. En el camino saqué a la gente que estaba tirando abajo la pared que daba al hotel, ésos salieron por el hotel. No llegué a los baños pero sé que los que estaban ahí no lo pasaban tan mal porque el humo era menos caliente. En un momento entré al camarín y vi mi mochila… Le dije a los canas que estaban ahí que ésa era mi mochila, que yo era el que había estado cantando hasta hacía unos minutos. Después la policía secuestró todo lo que encontró. Y a nosotros fue a los únicos que no nos devolvieron nada… Bueno, nada no. Yo quería que me devolvieran una carta de la Negra y un medallón que me había regalado un chico que había estado preso y después en tratamiento por adicciones. Eso no me lo dieron. Sí me dieron los documentos y una remera de El Tri, una banda mexicana que me había traído un amigo. No sé… todo hubiera sido muy diferente si la puerta hubiese estado abierta. Pienso que a Chabán no le iba bien. A veces nos decía: «Estoy ganando plata con ustedes». Uno puede decir cualquier cosa ahora pero comparado con los demás bolicheros, Chabán era un señor. Para esa época ningún lugar tenía salida de emergencia y nadie controlaba cuánta gente entraba. En El Teatro (hoy The Roxy) tocaron Divididos, Las Pelotas, Catupecu… todos metieron cerca de dos mil personas y el lugar estaba habilitado primero para quinientas y después para novecientas. En El Hangar, la puerta de emergencia daba a las vías del tren. Cemento… Si a mí me preguntaban cuál era el mejor lugar para tocar, te hubiera dicho que era Cemento: el mejor escenario de la Argentina. Después de Cromañón, el único lugar donde no tuve miedo fue en El Teatro, en Flores, que antes era el cine Fénix. Ahí fue donde volvimos a tocar. Dos canciones, de sorpresa en el concierto de Jóvenes Pordioseros. Pero en otros lugares empiezo a transpirar, me pongo nervioso, me fijo por dónde salir si pasa algo, los primeros quince o veinte minutos me lo paso mirando el techo… no estoy en lo que está pasando. Estoy pendiente de lo que hay alrededor, busco un lugar por donde salir si pasa algo, generalmente me pongo al lado
de la puerta. Hasta en el Orfeo que es como el Luna Park de Córdoba me sentí así. Y encima me acuerdo de que en todos lados estaban la policía y los bomberos. Si cuando fue el incendio mientras tocaban Jóvenes Pordioseros, entraron. Siempre estaban ahí porque era su obligación y cuando yo entraba y salía sacando gente, ellos, desde afuera, me decían que no me podían prestar una máscara porque les podían hacer un sumario. En un momento, el escenógrafo de La Renga me alumbró con su celular para seguir buscando gente. Al otro día de Cromañón cerraron todo y a los tres días volvieron a abrir igual que antes. No hubo ningún cambio. El 31 de diciembre de 2004 en el suplemento «Sí!» de Clarín salió la nota sobre lo mejor de ese año. Era una encuesta en la que votaba el público. Cromañón estaba entre los diez mejores lugares para escuchar bandas, en el noveno puesto. Cemento en el sexto. La imagen del año era de un recital de Los Piojos pero no era de los músicos sino de un pibe con una bengala. Callejeros fue la banda revelación. Antes del incendio, todos convivíamos con las cosas que estaban mal como si fuesen normales. Yo siempre tuve dificultades respiratorias. Me ahogaba. ¿Y entonces qué hacía? Terminaba de cantar y me nebulizaba. Si estábamos viendo a una banda y prendían una bengala, nos corríamos. Las bengalas tenían que ver con el rock, con las fiestas del rock y las bandas. Los Redondos, Los Piojos… Las Pelotas tuvieron que volver para atrás la salida de un CD que en la tapa tenía la foto de una bengala encendida. Treinta mil copias a la basura y vuelta a hacer un arte donde no hubiera bengala. Lo más triste de todo es la careteada del público: los que alguna vez estuvieron, prendieron una bengala o vieron cómo otro la prendía, y de repente se
hacen los boludos. El tema no es haber prendido la bengala, el tema es cómo estaba el lugar. Tiene que haber una toma de conciencia de la gente, de las bandas de rock, de todos para exigir que los lugares estén en condiciones.
Pato toma un respiro. Le pregunto cómo empezaron.
––La primera fecha de Callejeros fue el 22 de diciembre de 1996, en San Telmo, en el Centro Cultural Piedras, un lunes. Después tocamos de vuelta ahí el jueves y el viernes, nos pidieron que estuviésemos otra vez porque había una fiesta. Era la Semana del Arte. Hicimos rock and roll: Creedence, los Rollings, algo de los Beatles.
Me sorprende la precisión con que recuerda fechas, lugares, detalles. Se lo digo. Sonríe.
––Uno se acuerda de todo. No hay día en que no se acuerde. Y el día que no te querés acordar, te aturdís y terminás en un boliche que se puede incendiar. Igual, nos cuesta hablar de eso. De lo judicial hablamos muy por arriba y en estas fechas las cosas se ponen peor: no sabés qué hacer. Ocupás el tiempo pero no ocupás el espacio. Todavía tengo pesadillas. Todavía escucho los gritos, despierto y dormido. Estuve un montón de días escupiendo brea. Pero, ya te dije, no me hice los estudios. ¡Qué garrón para todos! ¡Y qué cagada que algunos lo suframos tanto mientras otros se llenan los bolsillos!
Le pregunto acerca de lo que significaba la música y lo que significa ahora.
––La música nos salvó la vida. Tocar es lo que sabemos hacer, lo que queremos hacer. Pero antes de Cromañón no era el único madero en el medio del mar. Ahora es lo único. Tres o cuatro meses después volvimos a tocar. Señales se grabó casi sin ensayos porque no podíamos. A mí me cambió la voz, la manera de cantar. Entristecí. Envejecí. Ahora no estoy para charlas de boliche. Lo que cualquier persona vive entre los veinticinco y los treinta y cinco años yo lo viví en tres meses. Aprendí que, te guste o no te guste,
cuando las cosas pasan, pasan. Lo único que no termino de aprender son las reglas de los medios de comunicación. Resulta que Chabán ponía la plata, el lugar, la seguridad, la organización y el día que algo sale mal pasamos a ser socios. Hay cosas que nadie dice. Por ejemplo, todos los bolicheros tenían situaciones peligrosas en los locales, pero se callan. Yo nunca vi que en un boliche de Chabán se vendiera droga. Capaz que el chabón era un poco rata: no lavaba el boliche porque total se iba a ensuciar otra vez. Pero la responsabilidad de lo que pasó no es de él, lo que pasó no pasó por
falta de limpieza. Pasó porque la policía y los bomberos fallaron. Cromañón no se NOS prendió fuego a nosotros. Se LE prendió fuego a la policía y echarle la culpa a Chabán era lo más fácil. Nosotros, como casi todos los músicos, no nos respetábamos como trabajadores, no veíamos nuestro trabajo como riesgoso. No teníamos ni idea de lo que era una ART. No sabíamos prever y aceptábamos casi cualquier condición para poder tocar y entonces no veíamos lo que pasaba. En una entrevista, Cordera, el de la Bersuit, hablaba medio como censurándonos por lo que había pasado. Entonces el periodista le dijo que podría haberle pasado a cualquiera y él le contestó: «Pero les pasó a ellos». Nos pasó a nosotros. No pasó en un lugar en Congreso en el que el piso es de madera y lo único que te prohíben es fumar; ni en otro que está en San Telmo en el que no sólo no hay salida de emergencia, casi ni hay entrada. La puerta es como la de una casa y da a una escalera que te lleva al sótano. Se entra y se sale por el mismo lugar. ¿Ves lo que pasa? Todo está mal. Te agarra la paranoia, revisás, ves que está todo mal y entonces dejás de revisar. Es un círculo perverso.
Pato no deja de mirarme a los ojos mientras habla. Y sus palabras son tan frontales y agudas como su mirada. Su relato va y vuelve en el tiempo. Da cuenta de esa noche con la misma franqueza con la que expone sus opiniones acerca de cada uno de los involucrados en esta historia que parece no tener fin:
––Chabán tiene cierta ideología hippie, medio bartolera, pero no es un hijo de puta. Raúl (Villarreal), en cambio, es amigo de todos los mánagers que les roban a las bandas. Lo que no acepto es que Chabán se haya callado. Una vez, Juancho agradeció públicamente a todos los que nos hicieron la vida imposible. Es difícil entender que alguien no tome en cuenta que tu familia estaba ahí. Pasa el tiempo, se murió la mitad de tu familia y no podés llorar. Es injusto que Maxi no pueda marchar. Y tengo que pensar que a los cinco o diez que salen todo el tiempo por la tele no les importan los muertos. A más de uno habría que decirle: «Tu hijo es tan boludo como el que tocaba. El que tocaba estaba ahí y tu hijo estaba al lado». Lo terrible es que, todavía hoy, después de Cromañón, la gente no entiende que esto puede pasar, que pasó y que puede volver a pasar. En el momento del incendio, los que estaban ahí no gritaron hasta que se apagó la luz. Yo me tiré del escenario para el lado del público porque creí que podía apagar el fuego. Hice lo que tenía que hacer. Y ahora todos tendrían que hacer lo que hay que hacer.Ahora, ese día, alguien no había hecho lo que tenía que hacer: la puerta estaba cerrada, hubo muchos errores en el mismo sector.
Nos quedamos en silencio. Como tomando un respiro frente a la intensidad de las palabras de Pato. Él es intenso y, al mismo tiempo, sereno. No se exalta cuando explica las contradicciones, las incoherencias que ha vivido junto a sus compañeros de banda desde aquella noche. No pierde la calma ni siquiera cuando cuenta sus pesadillas. Le pregunto por lo que viene.
––Desde Cromañón no tenemos metas. Vivimos muy al día. Igual, esto va a pasar y nos juntaremos a ensayar porque es lo que sabemos hacer. Yo, por ejemplo, si no escribo me muero. Mientras la Negra estaba internada escribí todo el tiempo. No escribía canciones, escribía lo que me estaba pasando. Le escribía a ella.
––¿Seguís escribiendo? ––pregunto.
––No, ahora no. No puedo. Sólo canciones. Pero no pude volver a escribir aunque me hacía bien.
––¿Y el juicio? Porque el juicio también es lo que viene––le digo.
––El juicio… El juicio no es penal porque no se nos va a juzgar: no hay delito por el cual me tengan que juzgar. Yo estaba cantando y se me va a juzgar por haber estado ahí. Todos como ciudadanos nos merecemos una discusión civil sobre lo que pasó. Me da bronca porque si hubiese muerto sólo un familiar nuestro y nadie más, nosotros no estaríamos acusados y me parece vergonzoso que un número cambie las cosas. ¿No es tan importante una vida como ciento noventa y cuatro? Y yo tengo que ir al juicio a sentarme y explicar que se me cayó el mundo encima mientras estaba tocando. Por eso tiene sentido hacer este libro. Es como un manual para avivar giles escrito por perejiles como nosotros para que los mediocres del gobierno y la televisión dejen de decir pavadas. Yo al principio no entendía qué quería decir «culposo», me atormentaba viendo la tele y siguiendo lo que decían de nosotros sin saber nada de nada, no me podía despegar de lo que habían generado los medios de comunicación. Fijate: Chabán es el enemigo, Callejeros es la pantalla. Chabán sale el mismo día que Ibarra asume como legislador y en esa misma semana a mí me sacan la foto con mi cuñada en el Botánico, tras las rejas, como si ya estuviese preso. Por suerte, gracias a este manual, corrí el interés sobre la tele.
Hace una pausa. Es contundente, justo, claro. Es apenas un respiro antes de seguir hablando:
––Lo primero que veo cuando me despierto es la guitarra que siempre está ahí, al lado de mi cama. Y si bien disfruto de escribir canciones, de ensayar, en este contexto te tenés que obligar a todo, incluso a lo que vas a disfrutar. Cuando aparece, la muerte arrasa con todo. Yo vi cosas que no quiero volver a ver y no le deseo a nadie lo que vivimos. Al principio recorrés mentalmente todo, lo revivís, te obsesionás pensando qué estuvo mal, qué tendrías que haber hecho, dónde estuvo el error. Un tiempo después, aprendiste tanto que ya no le buscás más vueltas.

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